Hoy comienza mi aventura. He preparado un hatillo en el que
llevo lo imprescindible.
Estoy construyendo mi rinconcito de tranquilidad. Mi refugio. El
lugar al que voy a huir cada vez que me cueste respirar. Cada vez que sienta
sufrir a quien amo. Cada vez que el punto y coma que tatué en mi piel quiera
ser punto final... Aunque nadie me acompañe, iréis todos conmigo.
Me sentaré sobre mi zafu, sobre mi zafutón. Cerraré los ojos y
me trasladaré allí. A mi cabaña del árbol en un bosque (perdido) astur.
Y te abrazaré pequeña; te amaré, pequeño. Pensaré en ti,
cabeza de chorlito testaruda.
Iré generando mi mundo con todo lujo de detalles. Lo
visualizo. Me veo allí leyendo, con Morricone a modo de banda sonora y un
ligero olor a sándalo adornando la estancia.
De vez en cuando bailaré, meditaré, me iré al lago próximo y
nadaré hasta su centro, desnuda de todo (prejuicios, ideas preconcebidas, de
cualquier ropa que de algún modo estorbe). Y descansaré allí, con
brazos y piernas extendidas, con el sol dorando mi torso. Y sentiré la quietud
que trae el agua. La calma que acompaña el estar sumergida un tanto, lo
suficiente para no escuchar nada más allá de tus pensamientos (casi puede oírse la sinapsis de tus neuronas...) Y simplemente, te dejas ir... Respiras, te
mantienes a flote. Dejas que la vida impregne cada poro de tu piel. Sientes una suerte de bautismo redentor.
Sales. Te secas tendida en la hierba al calor del astro rey.
Te vistes, regresas por el camino lleno de hojarasca, perenne en
estas tierras norteñas.
Y sonríes. Lo has conseguido. Puedes volver a la otra realidad a
sabiendas de que jamás te faltará cobijo. El que está en ti. Siempre lo
estuvo.
Fotografía de Simon Migaj