Rami era un duende distinto, peculiar. Lo sabía prácticamente desde
que nació. Aquella nueva normalidad que había traído la pandemia le estaba
nublando la razón. Era talludito (rondaba los 47 años, año arriba, año abajo).
Espigado, delgado. De cabello azabache siempre peinado de punta, era muy
locuaz. Demasiado. Y es que su sobresaliente inteligencia le jugaba malas
pasadas. Le daba vueltas a todo aunque, de cara a los demás, lo teñía de
chanzas y humor. Se burlaba hasta de su sombra.
Luego, en la soledad de su casa, las tornas cambiaban. Siempre,
siempre, siempre, reflexionaba sobre lo acontecido en el día y no podía con
ello. La realidad le superaba. Así, para nublar sus sentidos y confundir a su
entendimiento, se hizo adicto primero al alcohol y luego a los psicotrópicos
que conseguía del galeno de Avitáx, su aldea natal (añadir que entre los
duendes no es tan complicado como entre los "humanos comunes"
conseguir tales sustancias por nocivas que fueran).
Así pasaban los días, las semanas, los meses y el estado anímico
de Rami no mejoraba.
Sucedió entonces que, tras una condienzuda investigación, llegó
a sus oídos la existencia de Sairutsa, un destino maravilloso, utópico, en
donde la gente vivía en armonía, ajena a los malos rollos, ¡¡sin mascarilla!!.
Era la aldea gala soñada.
De manera que emprendió el viaje hacia aquella extraña y
fantástica tierra rodeada de roca, verde y montañas. Iba dando palos de ciego
por lo que se decidió a hacer un alto en el camino; habría de parar en casa de
Noj, apodado "El Fantástico", quien tenía objetos encantados. Entre
otros, Rami era conocedor de una brújula mágica que le revelaría la situación
exacta de su destino.
Ni corto ni perezoso se plantó en casa del afamado coleccionista
y vendedor. Llamó a la puerta y, tras unos instantes, un viejo gnomo
barbilampiño acudió al reclamo. Regatearon, ¡vaya si lo hicieron! y tras una
acalorada discusión, llegaron a un acuerdo, no exento de una rara premisa: si
quería que la brújula funcionase, Rami habría de bailar en la media noche de la
próxima luna llena junto a una ninfa del arroyo cercano. La canción, tendría de
ser cantada por la fémina deidad.
Y ¡efectivamente!, por más que nuestro protagonista tratase de
hacer funcionar el extraordinario artefacto, no era capaz. Resignado, esperó a
que llegara la noche señalada, dedicando sus días al estudio de los
"caldos" que le proporcionaban las cercanas tabernas, dudando en todo
momento si sería capaz de llevar a cabo la misión encomendada. De manera que
cuando el crepúsculo vespertino hubo finalizado, se acercó con toda la
prudencia (y valor) del que pudo hacer acopio y, desplegando todos sus encantos
dialécticos, convenció a una de las ninfas que allí estaban reunidas para que
cumpliese la tarea perseguida.
"¡Hecho!" Sonrió para sí, lleno de gozo. Ya en su
camastro, comprobó que la brújula funcionaba y que, efectivamente, sabría la
ruta que le llevaría hasta su ansiada Sairutsa.
Al alba del día siguiente se puso en marcha. Tras un arduo
camino, de cerca de un mes de duración, llegó al Shangri-La añorado. Lo
disfrutó. Libó cada sorbo que la existencia le regalaba en aquel paraje. Pero
la vida, siempre tan cabrona, hizo que la añoranza hiciera acto de presencia en
su corazón, demasiado henchido de felicidad para ignorar tal sentimiento. Así
que una mañana recogió su hatillo y sin mirar atrás volvió a su casa.
Imperfecta. Infecta. Detestable en muchos momentos, sí. Pero era la suya.