La vida en la aldea discurre en blanco y negro. Un faro de
enormes e inquisitivos ojos negros otea el mundo desde el soportal de una casa venida a menos.
Paula María, feliz, abraza a su muñeca y aquel trozo de madera vestido
con papel de periódico se deja querer.
Su padre la mira antes de ir a sembrar café para el
terrateniente; lamenta no poder invertir ni una sola moneda en juguetes para
sus hijos. Se rehace, no hay cabida para lamentaciones, es un lujo que no puede
permitirse; solo mirar hacia adelante.
La niña sonríe, siempre lo hace. La pequeña, con su visión de
luminosos colores, diseña y decora la realidad a su antojo, cual impresionista
hace con su cuadro. No solo disfruta con "Nene", a la que en ese
momento abriga para que no coja frío, sino que también idea distintos
artilugios para sus cuatro hermanos.
Aracelis, la mayor, piensa que desde que tiene uso de razón,
Paulita se ha aislado del mundo inventando uno propio. Más amable, utópico, sin
tantas diferencias ni pesadumbres.
El fotógrafo aparece por la puerta trasera de la casa. Por azar.
¿O tal vez no? Lo cierto es que no consigue apartar la mirada de aquella pequeña.
Solo un disparo hizo falta, tal era la fuerza de aquella imagen.
Más adelante, el "Autor
de sentimientos" llegó a decir: "Cuando
vi a esta niña, me convencí que debía consagrar mi trabajo a una revolución que
transformara las desigualdades".
Volvería a por Paula María tiempo después: la llevaría a la
Habana a hacerle más retratos, entrevistas, a pasear por la playa. La chiquitina
se sentiría enormemente especial.
Se fue joven, con tan solo 22 años; siempre conservó "la
muñeca de palo" en casa. Le ayudaba a relativizar, a recordar cada instante
vivido en su justa medida.
Alberto Korda le cambió la vida, aunque solo fuera en su
mentalidad. Y es que, pese a todo, no eran buenos tiempos aquellos en Cuba, en
aquella aldea, en donde la vida aún discurre en blanco y negro.