Dejarme ir. No espero hoy nada más de mi escritura. Me he
sentado frente al teclado y he dejado que sea él quien me guíe. Veremos lo
que sale. Imagino que un simple desahogo a las 3 de la mañana. Con la ventana abierta.
El corazón cerrado y las esperanzas mermadas. Decimotercer día sin salir de
casa. El viernes pasado fui a comprar con más miedo que vergüenza. Con ganas
de dar las gracias a las personas que trabajan en el supermercado pero saliéndome
un escueto agradecimiento cuando volvía para casa.
¡¡Qué tiempos estos en que la vida te cambia en un segundo!! De
plano a plano. Un simple comentario, cualquier mención que te suene rara, son suficientes
para que la cabeza empiece a dar vueltas y te vuelvas loca con las más
disparatadas elucubraciones. Y lloras, y te ríes y maldices… y todo te parece
una puta pesadilla que no has pedido que suceda.
Os aseguro que todo esto del confinamiento parece un puto mal
sueño del que de un momento a otro espero despertar.
No.
Un día más.
Un día menos.
Arengas en ocasiones que rayan lo increíble nos acompañan por
doquier. Yo también las suelto. Pero ahora mismo, de madrugada y con
enorme pena atenazando mi alma y mi garganta, no sé qué pensar.
Me puede el desaliento, el desánimo. Creo que, como leí un día
de estos, la tierra se está reseteando.
Vale.
Lo entiendo.
Lo comparto, si me apuras, pero…
¿Tenía que ser puto así?
He deseado marcharme en más de una, de dos ocasiones. Descansar por
fin de esta mierda que nos rodea y que no comprendo. Esta animadversión por quien
tenemos delante. Por quien nos tiende una mano. Por quien solo pretende
cuidarnos…
No puedo más.
Ciertamente me puede el desánimo.
Hoy no medité.
Ni ayer.
Se me olvida.
Me siento una zombie en vida.
No way, bro.
No puedo, sé, ni alcanzo a decir más.