La veo todas las mañanas
desde el uno de septiembre, aunque no fui consciente de ello hasta algún tiempo
después, y es que Paloma ha cambiado tanto en estos meses que parece que fueran
personas distintas.
Trabajo por las tardes,
pero tengo la costumbre de madrugar (herencia materna, ¡qué se le va a hacer!)
Ayuno hasta que vuelvo de mi paseo matutino y, aunque procuro cambiar la ruta,
siempre me siento en un banco del parque hacia las 8:45; en el mismo desde que
me di cuenta del nacimiento de esta historia. Como voyeur, he de reconocer que
al principio me daba pudor jugar a ser espía de esta manera; ahora lo disfruto.
Vuelvo, sí, tengo la
mala costumbre de divagar (en esta ocasión la herencia es paterna).
Paloma ronda el medio
siglo, aunque si he de juzgarla por su apariencia, no le echaría más de
cuarenta y pocos; la acompañan un metro sesenta de estatura, marrón pelo rizado
y grandes ojos marrones de mirada interesante cuando, como buena miope, se
quita las gafas.
Un día, sentado en el
parque, aún no sé por qué me fijé en ella. Quizá porque, al contrario que la
multitud con la que se cruza, ella no lleva prisa. Viste ropa informal y música
animada a juzgar por su sonrisa y por los movimientos de sus labios sin duda
tarareando la canción de turno. En su espalda, se aprecia una mochila gris con
chapas reivindicativas y varios llaveros infantiles en las cremalleras.
Con paso firme, pasa por
la acera de enfrente; la pierdo de vista al final de la calle. Me intriga saber
a dónde va. La sigo. Es maestra.
Pasa el tiempo y la
rutina se repite.
Pocas veces la vi
interactuar con nadie, salvo con los perrinos con los que se encuentra. Se le
escapa una franca sonrisa y si tiene ocasión, se para a saludarlos. Con la
gente es otra cosa, carece de interés para ella.
Un veinte de septiembre,
lo recuerdo porque era el cumpleaños de mi hermano, Paloma se tropezó con
Román. Hizo ademán de empujarlo, así de molesta estaba. Él se disculpó, ella,
se desarmó: como buena profe de Infantil, era incapaz de no aceptar unas
excusas. Cada uno siguió su camino.
Quiso el destino que el
muchacho tomara esa ruta a diario.
Así, la actitud de
Paloma hacia los demás cambió. Bueno, hacia Román más bien. No modificó su
rutina salvo por un pequeño detalle: su mirada; ahora la alzaba cada pocos
pasos y al ver al chico a lo lejos se notaba claramente que disimulaba y miraba
para otro lado. Otras veces sonreía, se ruborizaba y agachaba la cabeza.
Algo pasaba en la vida
de Paloma que fue plasmándose en su indumentaria, en su look, hasta en su
manera de andar. Se empezaba a notar el paso del curso en la muchacha. Y con
cada cambio que experimentaba me la imaginaba con un olor diferente: Cítricos
en verano, a comienzo del colegio cuando necesitaba toda su energía e ímpetu;
coco allá por otoño, cuando empezaba a serenarse un tanto; vainilla y margarita
en invierno, dulce como propicia la estación y el toque floral para no olvidar
la calidez de la primavera, su ensoñación.
Allá por febrero ya no
se ocultaban. Se buscaban abiertamente al pasar uno junto al otro. Azorados, se
miraban a los ojos y yo no hacía sino pensar cuándo darían el paso de dirigirse
unas palabras.
En marzo Román cambió de
trabajo.
Paloma, volvió a saludar
a los perros.
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